Cuando se acerca el final te descubres pensando en el
principio. Las miradas furtivas, sonrisas robadas, las mariposas que flotan en tu estómago. Piensas en el principio con
melancolía, te preguntas qué fue mal, qué ha cambiado. Es muy fácil echar la
culpa al otro. Eres tú el que no está
dando lo suficiente. Eres tú el que me
miente. Eres tú el que tiene la culpa
de que esto se haya ido a la mierda porque yo
soy perfecta.
Pero de vez en cuando, hay que echarle cojones al asunto. Cojones. En negrita y subrayado. Porque
echar la culpa al otro es muy fácil, pero echársela a uno mismo es duro de
narices. Como se suele decir “vemos la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en
el nuestro”. El problema, es que cuando uno tiene el valor de enfrentarse a la
realidad se corre el riesgo de caer en el tópico: no eres tú, soy yo.
Pero soy yo la que ya no siente mariposas cuando la escribes.
Soy yo la que quiere correr en dirección contraria a donde
tú estes.
Soy yo la que busca excusas para no verte.
Soy yo la que se miente a sí misma por ti.
Soy yo a la que detesto cuando estoy contigo.
Soy yo la que prefiere dormir sola.
Soy yo la que me cansé de intentarlo hace tiempo.
Soy yo la que decidió que no merecía la pena.
Soy yo la que ya no te echa de menos.
No eres tú, soy yo.